ARIADNA
Le abrió la puerta un pequeña mujer de cara redonda y ojos obscuros y esquivos. Sin soltar el pomo interior de la entrada la observaba cargando el peso de su diminuto cuerpo sobre su pie izquierdo, mientras que el derecho lo sostenía suspendido en el aire, y le impedía la entrada a la casa. Ariadna no sabía cómo debía proceder. Desde que trabajaba de médico en la localidad visitaba a muchos enfermos en sus hogares, pero cada vez que acudía a ver al marido de esta señora sus sentidos se ponían alerta. Ariadna tenía la firme convicción de que su esposo, mayor que ella unos cuarenta años, no le importaba lo más mínimo; incluso tenía serias dudas de que le dosificase el tratamiento que ella le recetaba de forma conveniente.
Aquel día Ariadna había proyectado hacer este aviso en primer lugar porque así por la noche no estaría tan ansiosa como en las veces anteriores cuando le pasaba visita a este enfermo mucho más tarde. Cuando la dama le franqueó la puerta y la cerró tras su entrada a aquel largo y siniestro pasillo, Ariadna la dejó pasar primero. No le gustaba quien la precedía, ni el lúgubre lugar en el que vivía, ni la actitud defensiva que siempre tenía aquella mujer que apenas cruzaba una palabra con ella. La llevó por el largo y ancho corredor hasta la inmensa habitación en la que permanecía su esposo acostado en la cama en posición fetal, como si formase un ovillo con su frágil y decaído cuerpo. Ariadna, como siempre hacía, lo miró una vez más. Su cuerpo, casi centenario, estaba formado por un montón de pieles caídas y arrugadas, totalmente deshidratado; de su delgadísima cara resaltaba su larga nariz y la cavidad que debía albergar su ojo derecho. Siempre era lo mismo. la esposa no le indicaba, por más que el médico preguntase, por qué le avisaba ni lo que le ocurría al enfermo, por lo que Ariadna procedía a realizarle una revisión. Una vez más no encontró motivo de preocupación salvo la avanzada edad del enfermo. Le explicó a su esposa que le debía de dar líquidos en abundancia y cambiarle de posición a menudo para que no se llagase. Ella miraba para él dando la impresión de que no escuchaba las indicaciones del médico. Ariadna comenzó lentamente a recoger sus cosas en su maletín médico cuando escuchó un pequeño gemido.
-¿Qué ruido es ese?, le preguntó a la mujer que no le miraba a la cara
-No es nada, un regalo que me han hecho, contestó de mala gana
Pero el ruido iba a más y Ariadna se asustó de verdad.
-¿Le pasa algo al perro?, volvió a preguntar con impaciencia porque parecían los quejidos de un animal
-No, respondió ella escuetamente
Ariadna se quedó mirándola unos segundos y tratando de procesar el tipo de ruido que escuchaba y que cada vez era más intenso. Aquella mujer era la antítesis total de la felicidad pensaba el médico conforme se acercaba a la puerta para abandonar aquella habitación demasiado grande y fría para su gusto. Cuando traspasó la puerta se sorprendió al escuchar la voz que le decía.
-Tal vez quiera ver a la persona que se lamenta
Ariadna pensó que aquel ser podía necesitar ayuda y accedió rápidamente.
La mujer la llevó por el mismo pasillo hasta la altura de una puerta más pequeña que el resto que había visto en el resto de la casa y que se encontraba cerrada con llave.
-¿No se llevará usted una decepción?, le sorprendieron las palabras de ella pero quería saber qué ocurría y le respondió rápidamente que no
Cuando abrió la puerta la mujer, Ariadna casi se desmaya. Lo que vio la impresionó enormemente, quizá porque no se esperaba ver algo así. Las paredes de aquella habitación estaban todas manchadas de sangre, las cortinas semicaídas y con impresionantes manchones rojos. Las ventanas estaban cerradas con cadenas y, tirado sobre la cama, había un hombre corpulento, con las venas de sus muñecas cortadas y de las que ya no salía sangre.
Ariadna corrió para ver si había pulso, pero no se lo encontró. Miró a la mujer, mientras llamaba por su teléfono móvil a emergencias, y le preguntó gritando qué había ocurrido. Ella no levantó los ojos para mirar al médico y tampoco le contestó. Sólo sacó una tijera del bolsillo de su delantal y sin darle tiempo a Ariadna a impedírselo se lo clavó en su cuello. Ariadna no pudo hacer nada por salvarle la vida.
Días después. Ariadna supo que aquella mujer se había casado muy joven con un hombre casi cincuenta años mayor que ella y muy rico pensando que él moriría pronto. Ella se hizo mayor mientras se enamoraba de su cuñado, con el que nunca podría casarse, porque creía que su marido viviría eternamente. La infelicidad en la que vivían hizo que él se suicidase y ella optase por una solución demasiado dura: quitarse la vida.